Lo propio y lo impropio
Cariño, me digo, la culpa de todo la tienen las palabras. No es que las personas seamos más o menos así o asao, es que nos confundimos en la ambigüedad del campo semántico.
En varias ocasiones me ha tocado asistir con estupor a la afirmación, cuando no intento de imposición aunque bien intencionado siempre, de que “hay que expresar las cosas con exactitud, eligiendo bien las palabras para que no quepa mala interpretación, ambigüedad o confusión” ¡AAAAAAAAAAHHHHHHHH!!! ¿Cómo? ¿Que encima la culpa de que alguien no me entienda va a ser mía? ¿Propia? Está claro que esta gente no se ha leído en su vida El curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, que alumbró el estructuralismo.
Semejante ladrillo fue mi primer libro sin dibujos. También un castigo por haber dado el curso por aprobado y no estudiar para el último examen. También sembró en mi la certeza de que la comunicación es imposible y el repelús por la ortodoxia de las palabras. Para colmo, durante muchos años pensé que todo el mundo que había ido al colegio había leído esto a los 14 años y que la gente en general se manejaba más o menos igual con las palabras.
La vida cambia relativamente si te relaciones con personas que saben lo de que el signo lingüístico es arbitrario pero radicalmente si esas personas no saben lo que pasa con el mensaje desde que se tiene intención de comunicar hasta que lo descodifica quien escucha. Ha habido épocas en mi vida en que antes de empezar a hablar casi he implorado la presunción de inocencia. Incluso, en las peores épocas de parálisis comunicativa, sentía terror antes de abrir la boca, casi me daba igual si la frase era del tipo ¿Me puedes pasar la grapadora? ¡Seguro que lo interpretaban mal! Aún así, como no soy una ameba y necesito de los demás, a veces me arriesgaba a mantener conversaciones sobre el tiempo. Aconsejo encarecidamente huir de las discusiones puntualizando lo que tú has dicho o lo que yo he dicho pero hemos querido decir porque siempre acaban mal, aún cuando empezaran siendo cándidas conversaciones.
Con el paso de los años he dejado de considerar ese castigo como un infanticidio para entenderlo como algo útil para la vida. Si tuviésemos interiorizado que la lengua es forma y no sustancia tal vez se generalizara la presunción de inocencia respecto a la emisión de los mensajes y la comunicación no ocurriera de puro milagro o por error del sistema.
No sé si en 1915 existía ya la propiedad intelectual, creo que sí, pero seguro que no estaba dominada por el sinvergonzonerío actual. El caso es que sea 1915 o 1913, Ferdinand ya había muerto y no fue propia sino aproximadamente autor de esta obra porque lo que se fue publicando y perfeccionando fue una reconstrucción hecha en base a apuntes tomados por sus alumnos y a notas del propio Ferdinand. Fue, en cierto modo, una obra colectiva. No sabía nada de todo esto hasta hoy. En la propiedad intelectual pensaba que sólo había dos opciones: escribo y me lo apropio o escribo y se lo apropia otro, consentidamente o no. En esto de que otros escriban y se lo encasqueten al muerto no había reparado. Tal vez a Ferdinand no le gustara la idea y, como mi dulce amor cuando le digo por enésima vez “Tú dijiste”, torciera la boca con gesto de desagrado.
El rencor no sirve para nada bueno, así que para qué entretenerse con él. Además, ¿contra quién arremeter? Ferdinand no escribió el libro. Sus alumnos lo escribieron pero no crearon sus contenidos. Y el infanticidio lo cometió mi profesor de lengua, Don Chema, con la buena intención de que no me conformara con la mediocridad. Ahora más bien considero que podría ser un salvavidas para quienes van a la deriva por los espacios de hipercomunicación formal del quasap: no importa lo conectada que estés, la comunicación es un milagro, o un error del sistema.
Es un poco absurdo esto de la propiedad intelectual porque lo que convierte un libro en propio no es escribirlo sino pagar una tasa por registrarlo. Me provoca contradicciones. Por ejemplo, me viene a la mente la consigna “El verbo para quien lo trabaja” y me convierto en apasionada defensora del proletariado de las letras, pero como la efervescencia de las ideologías me dura lo que las burbujas a la cocacola, reparo en el asombro que invariablemente me produce el resultado de escribir. Nunca sé de dónde vinieron las palabras. Si se trataba de algo que necesitaba decir no tenía ninguna noticia previa.
El sentido estricto de propiedad intelectual no vale, ¿tú crees que me dejarían registrar mi cerebro que es lo único intelectual que tengo propiamente mío? O si se trata de algo que necesitaba ser dicho será el escrito el que tenga que registrarme como propiedad intelectual suya ¿no?
¿De verdad alguien tiene la suficiente ingenuidad para considerar que escribe algo original? ¿Que ni el último libro, ni el que tanto te gustó, ni la conversación de esta mañana en el ascensor, ni la telefonista de tu trabajo que parece un personaje de película de terror, ni la creencia popular de que todo crimen requiere un castigo, están invitados cuando escribes? ¡Venga ya!
Resumiendo me atrevería a decir que el “trabajo” de escribir es propio pero el resultado impropio. Por tanto, registrarlo como si fuese propio me parece un poco -voy a usar una palabra impropia, un eufemismo- oportunista. Si se registra sin haber sido cauce y sin permiso, me parece una macarrada y, desde luego, impropio. Luego están las prosaicas necesidades del subsistir y las ambigüedades del campo semántico, que es un modo -arbitrario, no lo olvidemos- de parcelar la realidad que cada lengua tiene.
Y ahí se nos ve el plumero nada más echar a andar. El diccionario de usos (el que marca la ortodoxia tal vez debiera llamarse de abusos) nos indica que “propio, -a” viene de “prope” que significaba “cerca”. Vamos, que etimológicamente, lo propio no existe. Todo estaría más cerca de otra palabra del campo semántico, de lo “apropiado”. Desde el origen queda claro que tomamos lo que nos pilla cerca y vamos a meternos todos porque no conozco a nadie que creara de la nada.
Así que, aunque no he rellenado ni un solo papel, inicio este ciberlugar con la intención de que todo lo que aquí aparezca, sea propio o impropio, sea creado para el bien común.