Érase una vez un camino transitado mil veces.
Érase una vez un montón de nieve a destiempo, todavía.
Érase una vez una bonita promesa de un día perfecto.
Pero oye, siempre hay alguien que va y la caga. Para esta vez me he ofrecido voluntaria, que nadie tenga que hacer el trabajo sucio.
Porque la nieve a destiempo es bien traicionera, bien lo sé yo, que la pone blanda por arriba y la deja dura al poquito de clavar el pie. Por eso hay que tener cuidado a cada paso y no levantar el pie hasta que el otro tenga su boquete hecho. Es una de las cosillas con las que hay que tener cuidadín aquí. Claro que con crampones agarra más, aunque se hagan zuecos, pero también es verdad que hay que trabajársela menos y puede que ésta sea la última nieve de la temporada, no es cuestión de desperdiciarla.
No me duró el entretenimiento ná. Llevaba dados tres pasos de cara a la pared para después coger una diagonal menos pendiente y salvar el paso más delicado cuando me entretuve en proponer «¿Vamos a divertinos un poco, no?», inclinándome a un lado para mirar hacia arriba donde me seguían los demás. Al volver la mirada hacia abajo me dió tiempo a ver cómo la puntera de mi bota derecha resbalaba al chocar con la capa helada. Si tengo qque describir la sensación diría que sentí «fastidio» y lo resumiría en «¡Mieeeerda, no!». Ya sé que para ser el último pensamiento que recuerdo no fue muy poético. Y no sé si pasó un segundo o dos horas entre esa clara imagen y la siguiente que recuerdo con nitidez, a horcadas sobre una piedra y asegurando hondo el piolet, girada sobre la derecha para que la mochila me aislara si me daba un vaido.
Ni me acuerdo de lo que pasó entremedias ni nadie me lo podrá contar completo, porque , al parecer, desaparecí de la vista dejando el crujido de mi cuerpo en el aire.
Hasta aquí las únicas emociones que recuerdo son fastidio, seriedad y pudor “Menuda la estoy liando”.
Entremedias sólo hay algunas imágenes mucho más largas de contar que de sentir: la nieve salpicándome la cara (Eso debe querer decir que voy panza abajo, cabeza abajo y con la cabeza por delante), por cierto, que es una imagen inquietante pero bien hermosa.; el sonido de un golpe que supe mío pero que escuché como si no lo fuera; una pequeña herida en un dedo que pasaba bajo mis ojos y que no podía ser la causa de toda aquella sangre, que también lo supe, aunque no lo pareciera, sólo podía haber sido mía. El pensamiento de “Esto se está complicando” y el gesto de comprobar la posición del piolet: fatal.
Si la detención fue voluntaria, producto del azar o de todo un poco no lo sé. Pude morir del modo más hermoso -en un camino transitado mil veces, en un montón de nieve a destiempo, en la promesa de un día perfecto- pero la verdad, no me apetecía el broche de oro.
Al cabo de ese instante, tan eterno como deben serlo el resto de los instantes en los que ni reparo, reaparecieron el tiempo y el espacio tal y como los conozco. Vi la piedra plana, vi la nieve, vi la pendiente, todo a través de la sangre. Respondí a la desgarrada y reconfortante voz de Toñi “Poneros los crampones y bajad a buscarme”. Y a Pepa de la que no podía seguir sus acertados consejos, hasta que no llegase alguien no podía atravesar el nevero hasta la piedra plana. Fue Berna quien me hizo de barandilla para cruzarlo. Y justo en ese momento apareció el miedo. Llegaba el momento de saber qué había “pasado” allí. Ya podía responder a la petición de Pepa, repetida sin parar para que lo hiciese en cuanto pudiera “Por favor, Adriana, túmbate. Túmbate”. Un instante, aún largo, después, llegó Pepa que me limpió la herida de la frente y me puso anestesia local (vamos, nieve), me exploró por fuera y por dentro y que, durante todo ese tiempo, me miró con una infinita compasión. Es precioso que te miren así cuando no sabes qué va a pasar con tu maravillosa vida (Vamos, lo mismo que ocurre a cada momento pero no reparo)
A partir de aquí se repartieron los papeles de cuidado e intendencia porque había un bultaco por encima de un tobillo pero la pierna no estaba rota; una herida poco profunda pero en mal sitio, la sien y un dolorcillo, más preocupante, en el abdomen según se va acercando a la ingle por la derecha. Y un asco o pseudomareo que, sospechaba entonces y aún sospecho, era puritito miedo, quilla. Claro que con el atracón de sangre y porrazos que llevaba cualquiera sabe. Y, por supuesto, la niña había elegido para descalabrarse un sitio sin cobertura ¡Será antigüa!
Les tocó a Toñi y a Berna ir a pedir socorro, atravesando dos veces por donde habían venido ¿No me podía haber caído en un sitio más facilito? Pues no, allí estaba yo jodiendo a fondo la promesa de un día perfecto que érase una vez.
Así que el hombre de la buena sombra, Miguel Ángel, se dedicó en cuerpo y alma a que no me diera una insolación en la cabeza y lo consiguió, porque la barriga la dejamos fuera y se me puso como el culo de una mona, colorá colorá. No os lo váis a creer pero al día siguiente era lo que más me incordiaba, la tripa quemada. Todo el verano he lucido un apreciado bronceado tipo balón en la panza que contemplaba con gesto de auténtica abuelita cebolleta “Si esta barrigota hablara”.
El movimiento para la búsqueda de ayuda y la quietud de la espera marcan el ritmo de un rescate y el ritmo que marcan los latidos de Pepa es lo que escuché en primer término cuando se acercó el atronador helicóptero: la vida y no la mecánica. Después de no sé cuánto tiempo sosteniéndome la cabeza en la posición necesaria para no sumar lesiones aún sacó fuerzas para taparme las orejas con las muñecas. Si hubiera podido le habría dicho que soy sorda de izquierdas para que hiciera la mitad de esfuerzo.
Total que los Action man, el retén de la benemérita del 112, se bajaron del helicóptero. Conmigo sólo hablaba uno, Nico. Creo que se tienen repartidos los papeles para no estorbarse, como lo de poli bueno – poli malo, pero los action man son todos buenos, haste el punto de ser Santos.
Ay, ingenua de mí, que pensaba que ya estaba todo hecho, que mis amigos podrían descansar en paz, libres, al fin, de mi lamentable espectáculo. Empezaba lo tortuoso. La inmovilización fue lo de menos. Al fin y al cabo podía mover los brazos, manos, dedos de los pies, pestañas y todas las cosas que haces y de las que no te tienes que ocupar ¡Joder, no está mal! Lo peor fue que a Berna y a Miguel Ángel (¡Qué fatiga, con lo poco que los conozco! ¿Qué van a pensar que es para mi “divertirnos”?) les tocó hacer de público invitado y tirar del trineo por toda la cuesta abajo. Los action man estaban detrás así que sólo veía sus caras, con una expresión que no sabría describir pero desde luego no se lo estaban pasando nada bien. A ver, hay que reconocer que “divertido”, “divertido”, no fue, pero emocionante, tela. Claro que ellos estaban empeñados en que no nos despeñáramos, que luego te descuidas y mira lo que pasa. Ni un reproche escucharon mis oidos. Nadie olvidó que aquello que sacaba la manita en señal de o.K. no era un bulto.
¡Porca miseria! Para una vez que me subo en helicóptero y sólo veo un trocito del techo, pequeño, porque me quedaba pegado a la cara. En ese momento, aunque hacía rato que había decidido dar el menos trabajo posible, tuve que ponerme seria conmigo “Adriana, déjate de claustrofobias que ya tenemos bastante” Hasta ese momento tan delicado, el de subir al helicóptero, hubo una mirada atenta. Nico me preguntó “¿Te has agobiado un poco?” Unos instantes antes, aún eternos, con los ojos cerrados bajo una lona protectora al pleno sol de la promesa de un día perfecto, las hélices del helicóptero dibujada imágenes psicodélicas en mi frente. Respirar el aire hirviente, cargado de polvo espaventado. Permanecer con los ojos cerrados. Confiar. Confiar en que todo acabará bien. Confiar en que pronto se verán liberados del rescate…cuando se acabó el cielo y empezaron los techos.
Confiar y agradecer.
Llegué al hospital Virgen de las Nieves a 37º y cubierta por un montón de nieve a destiempo que érase una vez.
Los action man se fueron a aparcar bien el helicóptero. Me despedí con el signo de namasté asomando las manos bajo el fardo. Sé que me entendieron.
Ambulancia, pasillos, ascensores, aparatos, la luz del día dejó de importar. La gente continuó hablando conmigo asomándose a mi paisaje, mi única ventana daba al techo ¡Qué poco disimulo admiten las caras sin paisaje! Mi única experiencia hospitalaria se limitaba a unas radiografías en urgencias, una vez que un coche me tiró de una moto, un accidente mucho más cutre. Durante unas horas fuí un ser absolutamente dependiente, sin ninguna posibilidad de disimulo, que miraba al techo. Llamar para que te quiten la cuña sin saber dónde está la auxiliar me resultó bastante más difícil que usarla por primera vez.
Soy sorda de izquierdas, así que los sonidos no me ayudan a ubicarme en el espacio. Ahora me pregunto ¿Por qué todos los techos son blancos? ¿Cómo podemos habitar mundos donde la única luz es artificial?
El principal obstáculo fue quitarme la inmovilización, nadie quería porque no llevaba collarín y temían que me rompiera. Pepa me cuidaba y se mordía la lengua cada vez que se planteaba una duda. Me dolía mucho la cabeza donde apoyaba en la camilla. Sólo podíamos esperar y confiar. Antes de entrar a rayos los action man llegaron para despedirse, suave y sin asomo de reproche, me recordaron “Por lo menos, el casco”.
A estas alturas ya sabía que no tenía nada grave. Todo había sido rápido dadas las circunstancias pero, aún así, habían pasado horas y no había signos de empeoramiento. Preferí esperar para dar la noticia a mi gente porque no es lo mismo que los llamen del hospital o una amiga que escucharte a ti. Una vez pasado lo duro, quitar la inmovilización, poner el collarín y hacer los cambios de camilla, todo fue rápido. “Por esta vez te has librado”. Pero qué quería decir aquello ¿Que no tenía nada nada o sólo que no me había descerrajado los sesos? Para que luego digan que no sirve de nada tener la cabeza dura. Y aquí me tienes, interrumpiendo la comida familiar para dar la bienvenida a mi hermano que empezaba sus vacaciones “¿Estáis comiendo ya? Que voy a llegar un poco tarde hoy porque no me he roto nada pero me he caído, me han traido al hospital y me van a dejar unas horas en observación para confirmar que no hay complicaciones”. Los convencí para que no vinieran porque no les iba a dar tiempo y porque tenía el mejor staff de apoyo de todos los tiempos. Y así era porque cuando el helicóptero se fue Berna, Miguel Ángel y Toñi, que habían renunciado a que el helicóptero volviera a por ellos a pesar de la conmoción, buscaron una sombra para recuperar el resuello y el pulso. La promesa de un día perfecto se había tornado en una sed horrorosa en medio de aquel montón de nieve a destiempo. Volvieron a los coches y se vinieron al hospital a pasar un sábado estupendo. También se unieron Salva y Mari Trini que cuando vieron el helicóptero se olieron la tostá.
¿ A ver, cómo le digo yo a Luís que todavía no sé lo abollada que estoy?
En observación no dejan quedarse a acompañantes. Es una sola sala, grande, sin intimidad, aunque yo no lo sabía, porque mi única ventana miraba al techo. Pero las cuidadoras hacen la vista gorda si quien entra está poco tiempo y no te altera. Así que tuve un montón de visitas que se asomaban por debajo del techo y por encima de mi cabeza, sonrientes y compasivas.
Catorce horas estuve en observación. A la onceava empezaron a incorporarme en la cama para ver si me mareaba. Y sí, me mareaba. Empecé a ver la sala y sus dramas: intentos de suicidio, accidentes domésticos, accidentes de tráfico, dolores de cabeza que no dan tregua, qué sé yo cuánta impotencia. Me dió la impresión de que accidentarse en la montaña allí se consideraba de otra manera, casi una suerte. Aunque no faltó alguna enfermera bienintencionada que trató de convencerme de las bonanzas del ganchillo. Ahora que ya podía miraba todos aquellos aconteceres pudorosamente, mi situación me parecía, sin duda, la mejor.
Conquisté, por fin, el sillón, en un fatigoso camino hacia la verticalidad y la bipedestación y, al cabo de un rato, me decidí a hacerle un gesto de complicidad a un anciano que no paraba de mirarme “¿Qué, aquí la noche entera, no?”. Tan tímido gesto fue abrumadoramente correspondido. Con sus palabras nos fuimos de allí, muy lejos, a la Cordillera Blanca, cuando los ascensos comunes hoy aún no eran comerciales sino auténticas expediciones. Fue el primero en felicitarme por haber sobrevivido en semejante sitio, al parecer, sin secuelas. Él había despedido a dos amigos en la misma zona. Uno de ellos mientras entrenaba para el sueño de la Cordillera Blanca. Él hablaba del pesar de las esposas por la pasión de los maridos con alguien que podía ser esposa pero que estaba allí por montañera. Supongo que no era envidia pero me pareció que le hubiese gustado estar allí, no por los achaques de la edad sino por algo derivado de la pasión. Ten cuidado, me dijo, son cosas que pasan
Me dieron el alta a las dos de la mañana y la caravana se puso en marcha con las interrupciones que quisieron mis vomiteras del agua que por fin podía beber. Eran las cuatro cuando mis incansables rescatadores me entregaron, a la puerta de los juzgados, a una madre aliviada y a un hermano enfadado con las inconsciencias de su hermana mayor que ya tiene edad para haber echado talento, ¡corcho!
Tengo que decir que durante todo este aparatoso numerito no he aprendido nada sobre la muerte. He confirmado algunas obviedades sobre la vida. Sí he aprendido que a la montaña no se puede ir con ganas de hacerlo todo en un día. Que el ser humano sólo es CON y que por eso es tan importante rodearse bien. Que aunque en la historia de la humanidad sobran ejemplos de las atrocidades de las que somos capaces los seres humanos, somos esencialmente amor. El universo me puso una zancadilla camuflada en la promesa de un día perfecto, en un montón de nieve a destiempo, en un camino transitado mil veces, para que yo, la infatigable caminante que aspira a ser ameba, lo pudiera recibir. “Érase una vez” empiezan todos los cuentos porque se pueden contar.
Generalmente, en las cosas de montaña doy las gracias a quienes alguna vez acompasaron sus latidos, sus pasos, a los míos. En esta ocasión se las doy a quienes caminaron por mi cuando no podía hacerlo sola.