No hay tiempo para llorar. Los imperativos del sostén de la vida se imponen. Colocar los trastos, cajas de fotos, menudencias sin lugar, preparar la cena, fregar los platos, regañar a tu madre porque otra vez se ha pasado, como si pudiera no hacerlo mientras las fuerzas la acompañen, la ducha. Tantas cosas que no dan tiempo antes de que el reloj ponga su manecilla salvadora en la hora de ir a dormir. La furgoneta rota, organizar mañana con huelga de trenes. No queda tiempo para la autocompasión.
Sin embargo, mi estado de ánimo está lejos de toda posibilidad de eficiencia. Ayer recién levantada vino a visitarme la imagen del hombre que fue mi padre cuando yo era niña, en un día de bochornosa calor, sin camiseta, cuando nunca le parecía demasiada la calor porque no estaba segando. Sentado conmigo en las rodillas, enseñándome que las clases y las relaciones sociales se transforman mientras hacía añicos aquello de "Cuando seas padre comerás huevos" dando golpecitos con el cuchillo a un huevo pasado por agua del que luego me daba la primera sopa. O porteándome en brazos porque me había quedado dormida en cualquier sitio y me llevaba a dormir, apoyada los primeros años en el pecho y después sobre un hombro con el cuerpo retorcido porque ya me sobraban demasiadas patas. A él le gustaba tanto como a mí. Me sentó sobre sus rodillas hasta que ya la gente le afeaba el gesto. Agotó los plazos, bien sabía él que el tiempo no da segundas oportunidades.