
Las rocas purgaban hielo. Me
producía miedo. El crujido del hielo al partirse, el ruido de los
cristales al deslizarse. Miedo al impacto, a la desestabilización. Miedo a que
una minúscula avalancha diera con nuestros huesos en el fondo del valle. La
nieve engaña los ojos. Cerca y lejos es otra cosa.
Caminamos un espejismo de placas de hielo ablandadas. Nos
han permitido atravesar laderas nuevas, las de siempre, convertidas en un
paraje inhóspito. Hermoso. Dramáticamente hermoso. El drama de la vida y la
muerte como las inseparables caras opuestas de una misma moneda.
Subir como único camino posible. Me sobrevuelo. Me dejo
atrás. A cada pisada me sobrepongo. Me agarro a la vida con herramientas
feroces. En ningún momento pienso que mi destino sea el del guante, que resbala
sobre la superficie demasiado helada para frenarlo.
No sopla viento pero el hielo al quebrarse ahuyenta el
silencio, que tampoco llega cuando paramos un momento, a recuperar el aliento.
Concentradas en respirar. En no fallar ningún paso. Sólo esta cumbre recién
nacida, que nunca habían conquistado nuestros pies, nos ofrece el silencio del
atardecer.
La belleza existe. Y es absoluta. Casi dolorosa: Las humanas
dormimos abajo