Una mesa redonda, siempre. Es lo que prefiere. Redonda y despegada de las paredes. Eso permite la misma libertad de movimiento para todos los comensales. Especialmente si se trata de la parte de la familia que toca ver todos los días. En esos casos, ocupan una posición relativa distinta cada noche. La rutina, piensa, es mala aliada si alguien se sienta siempre en el lugar más cercano al lavavajillas: enseguida se establecen relaciones de poder. Ésas, que son tan malas consejeras.
Le gusta encargarse de las cenas del diario y así militar en su más firme convicción: que más allá de sobrevivir se trata de vivir. De paso evita que la cosa se resuelva con cualquier porquería y por cada quien a destiempo. Piensa, mientras pica menuditos los ajos, si no será una utopía transitar del triángulo a la circunferencia.
Resurrección es jueza, horas antes de encargarse de añadir amor a las ollas, imparte justicia. Justicia supuestamente basada en el principio de igualdad ante la ley y entorpecida por una profunda desigualdad social. No siempre sabe cómo combinar esos ingredientes para que el resultado sea digerible. Lo que sabe es que siempre va de arriba a abajo. Es en ese deseo de igualdad en el que se funda su inquebrantable preferencia por una mesa redonda.