Era un hombre de costumbres. Le bastó un día para darse cuenta de que nosotras también.
Hay cosas que no alcanza la vida para entenderlas. Alguna razón habrá, digo yo, para ser tan cansino. ¡¿Seguridad?! No creo. Porque digo yo, que si todo el mundo sabe que somos españolas; que hemos ido a Quilotoa andando, obcecadas en no subir en camioneta a pesar de estar asfaltado y costar un dólar los 11 kms; que si el conductor y hasta el campesino que ha recogido la camioneta quince curvas más arriba saben dónde nos alojamos, también sabrán de sobra que la puerta que da a la escalera de su hostal abre y cierra con resbalín…¿no?
A diario, antes de hacer su servicio como conductor de autobús, cenaba en el restaurante Zambahua.
En este restaurante, que sin embargo nadie nos había recomendado, nos concedieron un trato de favor nada más entrar: nos frieron papas, actividad reservada para los fines de semana y único menú vegetariano disponible en la “ciudad”.
En el segundo día consecutivo de la papa (papas fritas para cenar, locro de papas para almorzar, sembrados de papas mires para donde mires) que, como mujeres de costumbres que somos y porque no había otro, acabamos en el restaurante Zambahua, él dedujo “Pues van a pedir una cerveza”. Efectivamente, esa era nuestra intención. Pero como él se le dijo a la cocinera, camarera y única trabajadora del local, para contrariarlo esperamos un poco, justo hasta que se fuera. Y es que nos tenía negras.
Ese día, el segundo, habíamos llegado unos minutos tarde, algo del todo impropio en las personas de costumbres. El hombre no podía esperarse hasta la hora de “recogeros” -como él se refería a irnos al hostal de su propiedad donde nos alojábamos- sin faltar a su obligación con el autobús. Incansable, insistió una vez más (cien veces cien, o un millón) “Cierran la puerta cuando se vayan”.Laguna de Quilotoa

Foto: Laguna de Quilotoa. Toñi Ramírez.